Cinco razones para morir


En "Cinco razones para morir", los protagonistas son los robots desarrollados por Hiroshi Kuroaga, un experto en robótica obsesionado con implantarles sentimientos a sus creaciones. Sin embargo, cuando por fin lo logra se da cuenta de que, por un error en su programación, sus prototipos están programados para romperse si algún día lloran. Automáticamente, la empresa para la que trabaja le da órdenes de destruirlos, pero él, incapaz de hacerlo, libera a sus cinco creaciones en Tokyo para darles una oportunidad de sobrevivir en un mundo hostil en el que sabe que no tienen cabida.

Respecto a los robots, cada uno es diferente y tiene una forma distinta de afrontar el destino al que están ligados:

Arian (Libre en anglosajón):
Es el primero de los cinco prototipos. A pesar de tener sentimientos y una apariencia humanoide perfecta con rasgos centroeuropeos, sigue siendo demasiado lógico y frío. A pesar de este déficit sentimental, tiene una muy buena memoria y es muy bueno con los cálculos.
Viaja con Shin desde que los cinco decidieron disolverse para pasar inadvertidos y, a causa de su aspecto juvenil y su dependencia, a menudo se hace pasar por su hermano pequeño para no levantar sospechas.

Amiri (Príncipe en africano):
El segundo en ser creado. Aún conserva ciertos matices robóticos, pero en una escala mucho menor. Con el aspecto de un hombre negro en la treintena, es altivo y cabezota, y a menudo no piensa lo suficiente antes de actuar. Destaca por su atractivo físico y sus habilidades de conquistador, ya que fue diseñado para ser un acompañante para hombres y mujeres solteros.

Shin (Corazón en japonés):
El tercero y más sentimental de los cinco, sus rasgos son orientales y aparenta tener veintipocos años. Le gusta el arte y es bueno con varios instrumentos, pero también tiene cambios de humor muy bruscos y pasa por temporadas de tristeza y desasosiego que se van radicalizando con el tiempo. Aunque cuida de Arian como si fuese un niño, a menudo envidia su fortaleza y su dificultad para entender lo que sucede a su alrededor.

Edahi (Dios del Viento en azteca):
Se trata del penúltimo de los autómatas con sentimientos del profesor Kuroaga. Su aspecto es el de un hombre maduro, con  mezcla de rasgos sudamericanos y europeos, con facilidad para aprender idiomas. Tiene carisma y encanto, capacidad de liderazgo y mucha voluntad de trabajo, pero se avergüenza mucho de ser un autómata y tiene varios complejos al respecto. Su mayor miedo es ser descubierto y tener que afrontar la humillación pública.

Saqr (Halcón en árabe):
El último de los autómatas, y el más perfecto. Tiene aspecto de anciano árabe, es muy inteligente y reflexivo, y, aunque le cuesta mucho sentir apego por las cosas, tiende a proteger aquello que quiere con todas sus fuerzas. Nunca habla más de lo preciso, pero es muy elocuente en sus discursos, aunque la gente rara vez le hace caso por lo extravagante que es.

Winter - Concurso

Buena, esta es la reversión de mi texto "Winter" para el concurso de mi instituto. ¿Os gusta más, menos o igual? ¿Se os ocurre algo que debería mejorar?
¡Ayuda, por favor!

Despierto y estoy aquí, en la cama, envuelto en unas sábanas que hace mucho que dejaron de ser acogedoras. La única luz que ilumina este cuarto, demasiado grande para dormir solo, es la que emiten unas brasas de amor mal encendido que se consumen por las esquinas, chisporroteando como un ejército de abejas furiosas.
Después de tanto tiempo tengo su zumbido incrustado en los oídos.
Intento recordar el sueño del que la realidad, como siempre, me ha arrancado de malas maneras, pero solo consigo atisbar detalles borrosos: tú, yo, el olor a canela de tus sonrisas, el oro refulgente de tus miradas, un beso en el cuello, un susurro indescifrable...
No es suficiente.
En realidad nunca lo es, pero hoy menos que de costumbre.
Me levanto de la cama con cuidado, intentando no despertar a esa enorme masa de melancolía insomne que vive debajo de mi colchón. Esa que, cansada de devorar recuerdos, ha empezado a devorarme a mí. Pero no sirve de nada: sus tentáculos lamen mi cuerpo tan pronto como mi pie roza el suelo, abrazando cada centímetro de mi piel con su larga lengua viscosa de hielo agridulce. Las cicatrices de sus mordiscos no tardarán mucho en llegarme al hueso.
Atravieso la habitación con los ojos cerrados mientras hago malabares con el peso de todos los secretos que llevo tatuados en el alma, y es que conozco demasiado bien estas cuatro paredes. ¿Cuántas horas se me han escapado de las manos exiliado en este cuarto?
Me asomo a la ventana y observo el exterior: la ciudad, enorme e indiferente, aún duerme bajo una fina capa de nieve impoluta, pero me temo que hoy tampoco habrá muñecos de nieve adornando estas calles cansadas de no llevar a ninguna parte.
Es invierno. Como ayer, como mañana, como siempre. La estación se agarra con uñas y dientes al frío de los coches y al resplandor mortecino de las farolas, escondiéndose en los cristales de los edificios y en los ojos de la gente.
Nadie confía ya en que algún día regrese la primavera, porque hasta la esperanza está manchada de la amargura de este invierno que se niega a irse.
El viento, perezoso, arrastra y da forma a las cenizas de un millón de sentimientos suicidas abandonados sobre el asfalto helado, convirtiéndolos en espectros de la pasada gloria de esta urbe rendida que nace y muere a un ritmo vertiginoso, y arranca de entre las hojas de los árboles secos los silbidos agónicos de una naturaleza que lucha en vano contra una muerte que la asfixia poco a poco.
Qué gris es este mundo sin amaneceres.
Vuelvo a cerrar las persianas: prefiero la trémula y lánguida luz de mis pequeños incendios personales a esa nitidez blanca que apuñala las pupilas de quien le sostiene demasiado tiempo la mirada.
A tientas, busco en la estantería hasta encontrar un álbum de fotos, y me arrimo a una porción de amor especialmente brillante para contemplar sus páginas. En ellas guardo algunos resquicios del último verano que hubo antes de que llegase el hielo, escondidos en las curvas de tu piel de porcelana y en el contorno de tus labios con sabor a miel.
La nostalgia crece al calor dulce de tus sonrisas, a pesar de lo gastadas que están de tanto mirarlas, y su peso amenaza con romperme la espalda, pero no puedo evitar seguir pasando las hojas sin un orden cierto, con la única premisa de no llegar al final.
Últimamente, no sé por qué, me cuesta más que nunca no echarte de menos.
Será cosa del frío.

Los Baskerville / The Baskervilles

Bueno, este es un trozo del prólogo de la novela que he empezado a escribir en español e inglés, "Los Baskerville". Creo que ya me he quejado de lo cansino que es traducir, pero bueno, el intento hay que hacerlo. Si veis cualquier cosa que esté mal (tanto en español como en inglés) decídmelo, por favor :)

Prólogo

Alexander era todo lo que se podría esperar de un Baskerville.
A pesar de su juventud, era un chico elegante y culto, maduro, organizado, y lo sabía todo de protocolo y buenos modales. Poseía, además, una astucia natural catalizada por una personalidad carismática difícil de resistir, el rostro regio y de facciones afiladas de la más antigua y noble aristocracia y cierto encanto magnético que le daba, sin ser realmente guapo, un atractivo misterioso que nadie pasaba por alto. Cierto es que nunca fue un gran estudiante, pero eso lo compensaba con un tipo de inteligencia distinta, más rara y a menudo menos apreciada, que le permitía adaptarse a las circunstancias y hacerse con el control de cualquier situación.
Sí, Alexander era todo lo que se podría espera de un Baskerville.
Pero cuando aquella tarde de otoño se presentó en la mansión principal de la familia vestido con un traje gris recién estrenado, arrastrando sus maletas desvencijadas por el tiempo y algo manchadas de barro y con el pelo mojado pegado a su frente, la familia entera, reunida en el vestíbulo, solo vio en su pálida silueta, recortada contra la luz temblorosa del exterior, el resultado de un terrible error con una cualquiera de East London.
Su padre, Edward Baskerville, era el heredero de todos los títulos nobiliarios de la familia y de las empresas de la rama principal, además de un firme defensor del matrimonio, devoto marido y padre de dos encantadores aunque atolondrados hijos, el menor de los cuales acababa de terminar, con cierto retraso, la carrera. Seria difícil explicar la vergüenza que sintió cuando, después de tantos años ocultando la existencia de aquel vástago ilegítimo, después de tanto dinero invertido para que ni siquiera su familia supiera de aquel catastrófico desliz, se vio obligado a descubrirlo él mismo y soportar con la mayor dignidad posible la saña con la que los tabloides devoraron la el cotilleo.

***

Prologue

Alexander was everything a Baskerville was expected to be.
In spite of his youth, he was an elegant, well-educated youngster, mature, organized, and knew everything about protocol an good manners. He also had a natural cunning catalysed by a charismatic personality that was hard to resist, the royal demeanour and sharp features of the oldest, noblest aristocracy and a magnetic charm that gave him, not being specially handsome, some kind of mysterious allure nobody could ignore. Truth be told, he never was a great student, but he compensated it with a different type of cleverness, rarer and usually less appreciated, which allowed him to easily adapt himself to the circumstances and take control of any situation.
Yes, Alexander was everything a Baskerville was expected to be.
But when that autumn evening he turned up at the main mansion of the family dressing a brand new, grey suit, dragging his clapped-out suitcases stained with mud, with the wet hair stuck to his forehead, the whole family, gathered in the lobby, only saw in his pale outline, silhouetted against the quivering light of the outside, the result of a terrible mistake with a nobody from East London.
His father, Edward Baskerville, was the heir of all the nobility titles of the family and the companies of the cadet branch, as well as a firm defender of marriage, devoted husband and father of two lovely yet flighty sons, the youngest of whom had just finished, with some delay though, his career. It would be hard to explain the shame Edward felt when, after so many years hiding the existence of that illegitimate descendant, after spending such amounts of money so not even his own relatives found out about his catastrophic slip, he was forced to uncover it himself and stand stoically the blind rage tabloids devoured the gossip with.